Mucho tiempo había pasado, y había envejecido, era algo que veía en sus propias manos y sentía en el tacto de las profundas arrugas de su cara, como surcos en tierra arada.
Cada mañana se levantaba del viejo y desvencijado camastro, se ponía unas sencillas ropas, las únicas que tenía, salía de su habitación y abría la puerta de aquella pequeña casa que daba al exterior. Allí en la suave elevación de terreno, donde la hierba que crecía no dejaba claro si era verde o amarilla, allí mismo, metía la mano en un bolsillo y mientras tocaba el pequeño objeto que allí guardaba, miraba al cielo.
Día brumoso tras día brumoso, ni frío ni caluroso, ni absolutamente quieto ni muy ventoso, salía de la casa sin calzar y oía gaviotas, pero allí no estaban, no las veía; tan apenas recordaba su forma. Bajaba con lentitud las escaleras, unos tablones de madera incrustados en la tierra, trazando una curva descendente hacia la costa, hasta la arena. Perfilando la costa irregular, tan solo gruesa arena y roca gris a partes iguales. A lo lejos, el mar tranquilo, arrastrando suaves olas ribeteadas de fina espuma hasta sus desnudos pies. Un agua extraña, de singular calidez.
Con expresión melancólica y los ojos puestos en la línea más alejada del horizonte, permanecería allí incontables minutos, con pensamientos vagos, vacíos y confusos, esperando una respuesta, mientras las formaciones de nubes se agolpaban y distendían en aquel encapotado y compacto cielo grisáceo, uniformemente iluminado por un sol ausente. Una costa de sombras difusas, de incómoda tranquilidad, de leves murmullos; una eternidad de agua salada.
Más allá de la costa, rocosos acantilados de aspecto arcano, erguidos de manera amenazante sobre unas aguas sin bravura alguna, hecho impropio de tal topografía. Hacia ellos se dirigiría con lentitud, con paso errático y desinteresado hasta alcanzar una zona en pendiente hacia el interior que llevaba a unas tierras fértiles en las que se encontraban frutos y hortalizas madurados en sus tallos, listos para ser recogidos. Siempre la misma cantidad, siempre los mismos frutos. Conocía los matices exactos del sabor individual de cada uno de ellos, a pesar de pertenecer al mismo árbol o al mismo arbusto. Distinguía perfectamente cada sabor incluso teniendo varios diferentes en la boca. Siempre los escogía al azar.
Siguió caminando por superficies cubiertas de pálida vegetación, tierra y piedras. Vagó por suelos completamente ajenos a la vida, a otra cosa que si mismos; suelos sin marcas, pisadas, ni huellas; sin madrigueras, insectos, pájaros o nidos... hasta que tras largo recorrido alcanzó la única cosa que podía considerar genuinamente propia, que realmente le pertenecía.
En su juventud, cuando llegó a aquellas costas, lo único que sentía era rabia, odio y negación. Quería huir, regresar atrás, regresar a su origen, un lugar muy diferente de donde ahora se encontraba. Luchó mucho por ello, volcando todo su empeño y esfuerzo teñidos de roja ira, sin embargo lo único que logró fue frustración y desesperación, que con con el paso del tiempo se tornarían en sumisión y aceptación. Comprendió qué era lo que le esperaba. Con el tiempo, olvidó incluso eso.
Ahora, mucho después y una vez más, introducía la mano en su bolsillo, sintiendo el tacto de la piedra pulida al sacar aquél guijarro. Era negro, similar al azabache, lo único que ataba sus pensamientos, lo único que de algún modo le recordaba su oscuro pasado, su negra alma. Extendió su brazo y abrió su puño hacia arriba. Unas pequeñas gotas de lluvia cayeron sobre su palma y sobre el guijarro, sin dejar de mirarlo inclinó suavemente la mano y la piedra se deslizó hasta la punta de sus dedos, rodando y cayendo hasta encontrarse en el suelo con otros guijarros iguales, produciendo un suave golpe que en sus oídos percibió como un estruendo capaz de eclipsar cualquier otro sonido.
Alzó la vista, hacia aquellas colinas y valles vestidos de luto, cubiertas de una infinidad de negras piedras, un desolador paraje que no se atrevería a pisar. La absoluta negrura que arrancaba mudos destellos, como un manto de petróleo que cubriese casi toda aquella isla. Uno a uno, apilados y amontonados incontables guijarros que día tras día había ido dejando allí. Desconocía el impulso básico, primario, que le hacía llevarlos para soltarlos, no recordaba el origen de su comportamiento, aquél innecesario ritual, la vacuidad de aquél lugar. Era incapaz de caminar sobre aquellas acumulaciones de pulida roca, las evitaba y ya no recordaba dónde comenzaban. Solamente contribuía añadiendo un poco más, sabiendo que cada amanecer haría crecer aquella pétrea e implacable mancha de incertidumbre.
Desconocía el destino que le aguardaba y complejas dudas le asaltaban «¿Qué ocurrirá cuando todo esté cubierto? ¿Seré capaz de caminar sobre la negra piedra? ¿Deberé ahogarme en las extrañas aguas? ¿Se acabará por fin este castigo? ¿Es esto una condena que debo pagar con mi vida? ¿Se me otorgará el perdón? ¿Es esto vida? ¿Seré libre?»
Con pesadumbre bordeará el umbral que merma su espacio, cada vez, un poco más. Un ser diluido en una inmensidad temporal. Una eternidad volcada sobre una trémula alma. Cada día, un trayecto más corto y más cortos los días. Una repetición más breve, y quizá una conclusión más cercana. Con la única certeza de despertar un día más, y dejar caer otro guijarro.